5/12/2009

The Cut

- ¿No vas a decir nada? –pregunta.

De repente, todo en la habitación quedó paralizado, incluso mi propio cuerpo reaccionaba lentamente. Apenas era consciente de que estaba respirando: el tiempo dejó de existir alrededor.

Estaba sentado encima de ella, cara a cara, mis brazos apoyados en sus hombros, acariciándole la nuca con mis manos.

Mi cerebro procesaba las imágenes a cámara lenta. Podía ver cómo sus labios se movían lentamente mientras hablaba, mas el sonido parecía estar a años luz de mis oídos.

La conciencia volvió de golpe, con la dureza de un muro contra el que acabas de dejarte media cara ensangrentada después de colisionar a alta velocidad.

- ¿Qué quieres que diga? ¿Qué esperabas? ¿Qué me echara a llorar? –le respondí con voz átona.

- Te lo estás tomando demasiado bien –insiste-. En serio, pienso que es mejor que dejemos de vernos como ahora.

- Vale.

Con la conciencia a años luz de distancia aun, alejándose cada vez más en el espacio, “vale” fue la única respuesta que acerté a pronunciar. Tan breve y estúpida, tan conformista.

¿Qué esperaba que dijera? ¿Qué quería que hiciera? ¿Tendría que haber preguntado algo? ¿Había hecho algo mal? ¿Había algo que la llevara a recapacitar?

Ella me mira con incredulidad, como si la simpleza de mi respuesta escondiera alguna trampa. Espera en resignado silencio que explote en un ataque de ira, de pena, de algo que demuestre algún tipo de emoción.

No es capaz de comprender que no puedo expresar emoción alguna porque estoy muerto. Porque no siento. Porque me alieno. Simplemente admito lo inevitable de la derrota como el árbol sabe que va a ser consumido de inmediato por un fuego cruel y abrasador.

No siento nada. No soy capaz de sentir nada. No soy capaz de demostrar nada.

Sus ojos oscuros siguen clavados en la estúpida sonrisa que aparece en esa máscara que es ahora mi rostro. Está esperando que la despiece con preguntas que está dispuesta a justificar, con el guión tejido previamente en su cabeza. Anhela que la interrogue: “¿Hay otro hombre? ¿Me has puesto los cuernos? ¿Ya no me quieres?”

Después de todo lo que me he arrastrado, de todo a lo que he renunciado, de todo lo que he hecho, y a pesar de que pensé que carecía de ella, sobrevive un resquicio de dignidad.

No cambiaría nada que le pregunte. No quiero saber si otras manos acariciaron los pechos a los que solo yo tenía derecho tocar, ni si besaron sus labios, o acariciaron su cuerpo, ni susurraron nada a su oído. No quiero traicionar con preguntas la confianza que deposité en ella, porque, a fin de cuentas, haya alguien más o no, nada cambia.

Así que simplemente sonrío, y le respondo “Está bien, no pasa nada”.

No está convencida. Escruta mi mirada.

- Ya sabías que no era nada serio, y que tarde o temprano iba a acabar. Yo me agobio rápido, por eso sigo sola. Ya sabes.

- Me parece bien, no te preocupes –insisto.

Y sin embargo, yo la miro, ansiando poseerla, recorrerla con mis manos, oler su pelo, morder su cuello una vez más.

Ella accede a un último polvo después de “La Charla”. No ve nada de malo y acabamos en la cama. Nos reímos, como hacía tiempo que no hacíamos. Charlamos y me fumo un cigarrillo.

Me visto.

Nos despedimos.

“¿Nos vemos luego?”, pregunta ella. Es la fase “podemos seguir siendo amigos”. Y yo respondo: “Claro”.

Porque ella necesita oírlo, para sentirse mejor. Porque yo necesito decirlo, para creer. Así que pronuncio esas cinco letras baratas, y esbozo otra sonrisa con seguridad, mientras cierro la puerta tras de mí.

Al alejarme me doy cuenta que olvidé el mechero en su mesita. Vaya mierda, tendré que recordarle que me lo alcance alguna vez.

Sigo caminando, un paso tras otro, cojo el teléfono, llamo a los amigos. No quiero hablar de esto con nadie, pero me apetece estar acompañado. No quiero quedarme solo y reconocer que la quería. No quiero dejar fluir esa tristeza que ya aflora. No quiero correr tras ella suplicando porque soy fuerte, y lo sé... Aunque la sangre ya no me corra por las venas.

5/11/2009

Anhedonia

Si no lo dices, si no lo piensas, no existe.

Y porque no existe, no duele, te convences.

Te permites el lujo de seguir caminando por los mismos lugares, como siempre, como cada día, como hiciste ayer y como harás mañana, con algo guardado en lo más hondo de tu corazón. Tan profundo está escondido que no alcanzas siquiera a percibirlo. O tal vez no lo percibes porque careces del valor de clavar los ojos en esa profunda oscuridad.

No late, no hace ruido, ni siquiera transmite su calor. Está muerto a todas luces. No obstante, no fue ayer: fue hace mucho. Tantos años que ya no te perturba. Tanto que ni siquiera en tu memoria permanece el recuerdo del último día que algo te atravesó.

Por eso, caminas sin sentir nada, olvidando los hechos y olvidando las palabras, pensando que eres fuerte y que nada ha sucedido, que despertarás mañana al nuevo día sin llorar. Porque eres fuerte, te convences, y ya no lloras… Si no lloras sea tal vez porque no tengas más lágrimas que derramar.

Y en cada paso algo se hunde, en cada paso algo se aleja. Te congratulas sin afrontar que no es el ánimo lo que te empuja, si no que te estás consumiendo hasta la médula.

Mutilaste todos tus nervios uno a uno.

No te queda corazón para sentir.