6/17/2009

Hambre

Tenía tanta hambre… Tanta hambre, que creía que me iba a morir.

Ya no quedaba absolutamente nada comestible.

Había agotado todas las provisiones que tenía a mi alcance, al igual que mis compañeros. Llevábamos horas despiertos, sin parar.

La sensación empeoraba con el tiempo.

Cada centímetro que el sol ascendía esplendorosamente por el cielo, parecía una burla y nos recordaba el cansancio que se filtraba en nuestros huesos.

No sólo el cansancio… También estaba el frío, esa sensación helada a pesar del día brillante y maravilloso que se mostraba ante nosotros, con el despejado cielo azul, y el exuberante verdor de los árboles que jamás alcanzaríamos a rozar desde aquí. Tan cerca, y tan lejos, en nuestra dolorosa esclavitud.

Las horas fluían en silencio, entre miradas disimuladas que nos lanzábamos los unos a los otros, deseando que en cualquier momento un poco de comida apareciera en el aire por arte de magia, algo que nos evadiera por un segundo.

Poco a poco, a los rugidos famélicos se unieron emociones poco gratas: molestia, rabia, desesperación, angustia, agresividad…

Aquellos que estaban acostumbrados al sabor del tabaco, se volvían más irascibles por segundos, ante la imposibilidad de obtener una pequeña dosis de nicotina adicional. Casi me daban lástima. Al menos, yo, tan sólo notaba que el hambre roía cada centímetro de mis entrañas. Mis manos no temblaban espasmódicamente con el hueco perfecto entre los dedos índice y corazón, donde ellos esperaban ver en cualquier momento, el menudo cilindro de papel blanco con su corona dorada.

Realmente, ¿desaparecería alguna vez este pesar?

Aunque era conscientes de que pronto llegaría el inevitable final –lo cual nos ungía de cierta felicidad y descanso-, y que de alguna manera nos sentiríamos libres aunque mañana volviera a comenzar otra vez todo de nuevo… No podía dejar de odiar el maldito aire acondicionado de la oficina, que me estaba matando, ni a la gente que paseaba más allá del cristal a cinco metros de mí disfrutando del perfecto día de primavera, ni podía dejar de maldecirme tampoco, por haberme dejado en casa el desayuno, junto al monedero.

¡Maldita sea!

No hay comentarios: