7/08/2009

Un poquito de cordura

A veces, echo la vista atrás. Como todo el mundo, supongo. Pero cuando echo la vista atrás, no veo el camino que quedó a mis espaldas. Me sigo viendo a mí, cada vez más joven, más pequeña, hasta llegar a la infancia.

Con todo, no es el parvulario lo que me gusta recordar, ni los primeros años de rojiza escuela, porque cuando yo era pequeña la vida del inmigrante extranjero era algo más complicada que ahora. Por aquel entonces la gente no te llamaba moro despectivamente: se conformaban con sudaca.

Los niños eran crueles, pero no se hablaba de bullying que está tan de moda. Simplemente llorabas esa maldad sin ponerle nombre. Porque tu vecina, esa que tiene como tú cinco años, acaba de pegarte en el estómago con la punta del palo de una escoba. Porque no eres española.

Recuerdo uno de los primeros veranos en el piso que alquilaron mis padres. Los vecinos rara vez te invitaban a una fiesta, pero eran amables a pesar de todo. Si es que por amabilidad podía entender que te pasaban unos delicados pastelitos a través de los barrotes del patio, en la distancia, como si fueras a contagiarles la peste, el tifus o una plaga de piojos. A veces agradezco esa frialdad. Quien sabe, igual se me hubiera pegado a mí su mojigatería.

Tampoco me gusta mucho recordar el instituto. Son cuatro años de mi vida en los que no estaba muy segura de quien quería ser. Recuerdo haber pasado por varias etapas hasta que encontré un trozo de mí misma. Pero como ya he contado alguna vez, yo no era de las populares. Yo era de esas pequeñas frikis raras con la nariz sumergida entre las hojas de algún libro.

Más de una vez pensé que yo era más lista, me jactaba de mi inteligencia, frente a la de esos pobres diablos que se escondían a fumar porros y colocarse con cola de impacto en los lavabos. Me daban francamente pena y asco. Supongo que era un escudo como cualquier otro. Con todo, el mío, era mejor.

Tuvieron que pasar muchos, muchos años, y alejarme mucho de aquel entonces para encontrar un poco de paz y un grupo donde estar a gusto. Pasaron tal vez seis u ocho. Era un grupo pequeño, de cuatro personas si me contabas a mí. Fueron muchos fines de semana y muchas noches de risas, con vacaciones de viajes. Una época feliz.

Supongo que fueron las hormonas, el efecto “patito” lo que hizo que me enamorara del primer apollardado que se cruzó en mi camino. Supongo que ayudó bastante que le gustara leer como a mí y que fuera inteligente. Supongo que la distancia ayudó también, porque le tenía idealizado.

A veces, echo la vista atrás hasta recordar esos días con una sonrisa. De cuando era más tonta e idealista.

No me arrepiento de lo que he hecho o he sentido, cada uno es como es y yo siempre he sido… Tenaz, por así decirlo. Aprendí muchas cosas.

Entonces, uno entra en el Facebook, y mira las fotos. Es en ese momento cuando empiezo a darme cuenta de la cantidad de años que han pasado. Y me quedo mirando un rostro que a pesar de todo, a veces me cuesta reconocer. Y pienso… ¿Será posible que yo…? ¿Será posible que tú…? Y no acabo la frase porque nos miro y no nos reconozco.

Es curioso porque los recuerdos seguirían igual de vívidos si me esforzara, pero si intento fijarlos es como intentar forzar la vista para ver esa silueta lejana que se recorta entre los rayos del sol, indefinida.

A veces hago un esfuerzo, intentando superponer esas imágenes en mi cabeza: mi recuerdo y las fotografías. Aunque sean todas de la misma persona no consigo hacer que encajen. El chico de hoy me parece tan mayor, tan maduro, tan serio… Nada que ver con el que yo veo en mi memoria.

Acabo divagando, y pienso que seguramente también yo he cambiado, y que ese cambio ha hecho que contemple el mundo con otros ojos. Quizás yo también soy más mayor, más madura, más seria.

Pero el caso es que a veces, no le reconozco, y que no me reconozco a mí tampoco.

A veces pienso si alguna vez le conocí, o si simplemente, todo era un espejismo que se desvaneció al rozar el aire caliente con la punta de los dedos.

A veces pienso si todos los recuerdos de mis vivencias, almacenados cuidadosamente durante treinta años, son así de volátiles, inconsistentes y cambiantes.

A veces, me pregunto si dentro de diez años, cuando contemple de nuevo todo el camino, desde la distancia, seguirá pareciendome tan borroso e irreal, con esas fantasmagóricas siluetas irreconocibles que se siguen recortando entre las sombras del tiempo.

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