1/14/2010

La cosa va de negros.

Esto es lo que puede pasarle a (casi) cualquiera un buen sábado por la mañana.

Bueno, primero y principal. Esto es una vivencia real y aviso (para las mentes pervertidas que pueda estar trajinando excentricidades varias) que muy probablemente no tiene nada que ver con lo que os podéis estar imaginando a priori.

Además, tengo algunas cuestiones que alegar en mi defensa, a saber:

- Apenas había dormido cinco horas en dos días. La noche del jueves al viernes no había dormido porque me fui de fiesta con una rubia espectacular (probablemente, la mujer de mi vida xD), y acabamos en su casa (cada uno imagine lo que guste xD). La noche del viernes al sábado no dormí demasiado, en parte por culpa de la Xbox.

- Mi metabolismo es lento procesando el alcohol, así que el sábado aun estaba (probablemente) trabajando con el alcohol ingerido en la farra del jueves.

- Era MUY temprano (cualquier hora antes de las dos de la tarde, es demasiado temprano >>siempre<<).

- No distingo bien un negro de otro, me parecen todos iguales, a los hechos me remito. ¿Qué pasa? Los hombres no distinguen el rosa del fucsia, y bien que los diferencio yo.

El tema es que cuando llegan navidades, hay cantidades de cosas que desaparecen de las tiendas por arte de magia, sin saber exactamente cómo. Por ejemplo, te acercas hoy al Fnac, hay quince ejemplares de "El Juego de Ender", y vas mañana y no queda ni uno.

Amazing.

Entonces, tienes varias opciones: a) te resignas, b) persigues al primer tipo que veas con el libro en las manos, para arrancárselo (vivo o muerto, qué más da), c) recurres al móvil y a los teléfonos de emergencia.

Yo opté por recurrir a la opción C. ¿Y qué son los teléfonos de emergencia? Pues los teléfonos de emergencia son una excelente selección de tiendas cualificadas, expertas en primeros auxilios frikis, donde puedes encontrar los remedios más específicos (aunque a veces, extremadamente caros xD ¬¬). Mis teléfonos de urgencia son: Gigamesh, Kaburi, Norma, Game, y Fnac.

Cuando tienes un antojo, y entra dentro de los cánones normales, puedes solucionarlo cruzando la Diagonal, y comprando en Fnac (que es lo que hago yo aproximadamente cinco veces a la semana). Cuando tienes un antojo sibarita -o no sabes dónde encontrar algo-, te vas a Gigamesh, llueva, truene, nieve y caiga el diluvio universal mientras Eolo remueve tifones por la ciudad.

Así que nada, como no quedaban ejemplares de "El juego de Ender" ni "Maestro Cantor", llamé a Gigamesh, donde Ramón salvó mi alma de la condena eterna y conseguí los regalos de navidad de mi padre y un amigo.

Ahora vivo a cuarenta y cinco minutos en tren de Barcelona. Lo llevo muy bien entre semana. Pero bajar un finde, madrugando para comprar... Es duro. Muy duro. Aunque la causa es buena.

Me levanto pues el sábado a las ocho. OMFG ¡a las ocho!, que no están despiertos ni mis gatos. Me voy a la ducha, porque tengo que sacarme las telarañas que cierran mis ojos, despejarme, y ver si me despierto de una vez. Cuando considero que estoy lo suficientemente aseada, me acicalo y me intento arreglar los pelos. Y digo intento, porque ya a estas alturas, que le jodan al secador, el pelo al viento.

Voy a por un café, y en esas suena mi teléfono. ¡Aleluya! ¡Mis colegas bajan de compras a Barcelona también, y me bajan en coche! ¡Yupi!

En realidad también tenía que ir al PC City a devolver un netbook que me compré en un acceso de compra compulsiva, pero bueno, me dicen estos que si solo (única y exclusivamente, palabrita de la buena, y te lo juro por Snoopy) voy a recoger libros y no voy a curiosear por la tienda (bajo ningún concepto), porque me lío el rato padre, me esperan aparcados en doble fila, y me dejan después cerca del PC City.

Y entre charlas, risas y música progresiva (parece mentira que haya diferentes clases de metal o jevi o como carajo se llame), llegamos a Barcelona, y más concretamente, paramos delante de la tienda de Alejo.

Así que, ahí voy yo, saliendo por la puerta de la derecha y exponiendo mi cuerpo a una muerte (casi) segura al atravesar Ronda Sant Pere a la carrera, entro en la tienda y le digo a Antonio que venía a recoger mis libros.

En estas que me dice: “¿Te gusta Narnia?” Y yo respondo, “Sí, pero no me líes que ya o puedo gastar más por este mes porque…”. Me parece escuchar que dice algo que está bien de precio y atino a oír “…eve noventa y cinco”.

Y pensé, deben ser veintinueve noventa y cinco y tal, y le digo que hombre, está guay pero ya lo tengo en inglés y… Y claro, me dice: “Es que por diez euros, está tirado”. Coño… Diez euros… Ya no me va de ahí…Y me lo llevo junto al resto de la pesca que incluye un libro para mi hermano (“Fundación e Imperio”, que para una vez que el niño sale de la consola y quiere leer algo y lo pide, hay que conseguirlo xD).

Salgo de la tienda más feliz que unas castañuelas, pensando en qué compra más guay que he hecho y en explicárselo a Ibai y Pablo nada más llegue. Vuelvo a mirar en la bolsa (es curioso que siempre miras y remiras la bolsa de la compra, como para asegurarte de que las cosas no se han fugado). Joer, ¡qué buena compra que he hecho!

Por allá diviso el coche de Ibai aparcado en segunda fila (no he tardado tanto, digo yo), y por una vez decido realiza una acción prudente, esto es: entrar por la puerta de la derecha por donde los autobuses y el resto de coches no circulan y no me atropellarán.

Llego, abro la puerta, saludo –porque otra cosa no sé, pero mis padres me inculcaron buena educación- diciendo lo típico: “Nyaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!”, y me pongo a arreglar las bolsas.

A todo esto, no veo la chaqueta de Pablo por ningún lado. Miro al asiento del copiloto, que está vacío. Conclusión lógica: Pablo ha bajado a comprar. Y sigo a lo mío.

No sé porqué, algo me impulsa a mirar por encima de mi hombro izquierdo, y veo que desde el asiento del conductor asoma una cabeza (que por cierto tiene pelo corto, color miel, y de cabellera ciertamente espesa, y que no se parece en nada visto así a la de Ibai). La cabeza sigue asomando y me encuentro con una cara que… Coño… No es Ibai…

Y es justo, justo, justo, en ese precisísimo y concisísimo instante que me doy cuenta que (¡FUCK!) me he equivocado de coche.

El tío que me está mirando (edad aproximada 24 años), lleva una cara de desconcierto. No entiendo porqué, a fin de cuentas no es tan extraordinario que alguien entre en tu coche, arregle sus bolsas, después de decir “NYAAAAAAAAAAAAAA”, y siga a su bola.

Hago lo que cualquier persona haría en una situación así: balbucear “Este no es…”, dejando la frase inacabada, mientras reculo hacia fuera con mis bolsas a rastras y busco con la mirada (disimulando, como si todo estuviera perfecto), el coche de Ibai.

Para más inri, al salir, me topo con una muchacha euroasiática que se dirige a su vez al coche del que he salido, probablemente la acompañante.

El coche de Ibai, un Megane Negro (de los viejos con el culo que es más feo que un pedo); estaba aparcado en batería justo con el Honda Civic (también de color negro, puntualicemos, que es el origen de todo el percal) del que yo salía en algo parecido a una perpendicular.

Ni que decir que los dos cabrones (que podrían haber hecho algo para impedir que me metiera en ese embrollo, pero textualmente cito: “Era muchísimo más divertido no hacer nada y observar, total, tampoco hubiera dado tiempo –risas-”), estaban despollándose a mi costa, mientras yo decía que: ¡A mí que me cuentas, el otro coche también era negro!.

La anécdota será recordada en los anales de nuestro grupo y lo contarán a sus nietos. En caso que no los deje impotentes de una patada y por ello no puedan reproducirse nunca jamás.

Ten amigos para esto…

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