7/19/2011

La ventana

Al más puro estilo de Tío Gilito, guardaba encerrado su mayor tesoro, sin importar ya la legitimidad de su pertenencia.

Por las noches dormía con la llave bajo la almohada. De día, la llevaba colgando del cuello oculta bajo la camisa. Le reconfortaba el tacto del metal sobre la piel de su pecho.

Visitaba la cámara incontables veces al día, siempre que disponía de un lapso de tiempo. Entonces, abría la puerta, lo observaba, y se le olvidaban las penurias de la jornada, el corazón henchido de gozo, tras lo cual, volvía rápidamente a sus quehaceres cotidianos.

En cierta forma, lo que estaba allí encerrado no era tanto su tesoro, como él, el eterno esclavo siempre pendiente. Realmente, vivía con la temor desesperado de que llegara el día en que al entrar en su cámara, no quedara nada. La llave era un talismán para su desazón, pese a no tener conciencia de este hecho (o no querer tenerla).

Desde que lo adquiriera, cada vez dormía menos. Vivía nervioso, los ojos enmarcados en la oscuridad de sus ojeras, y en entre el bermellón de su mirada cansada cada vez era más frecuente toparse con el brillo enloquecido, fruto de su fijación.

Llegó el día en que nada más cerrar la puerta, en cada respiración se preguntaba si seguiría ahí a buen recaudo. Tanto así, que finalmente mudó su oficina, y su vida, a un despacho frente al edificio, de manera que pudiera controlar desde la ventana todo movimiento.

Perdió la noción del tiempo, del sueño, del hambre, la productividad en horas de trabajo. Nada le importaba más. Perdió pelo y peso. La casa-despacho se tornó inhabitable, montañas de desperdicios, platos sin fregar, ropa sin lavar, basura sin tirar.

Su mente, perdida, miraba sin ver a través de sus ojos la reducida ventana que era ahora su mundo, esclavo de su miedo y su obsesión.

7/18/2011

Las plantas

La verdad es que no le gustaban las plantas. Si las tenía en el patio de su casa fue por un mísero error, o circunstancia el destino. Había encontrado recientemente trabajo, y se había quedado sin vacaciones de verano.

Por el contrario, su madre, jubilada, se iba con las amigas por ahí dos semanas: “Cuídame las plantas un par de semanas, nene, tú que estarás en casa”, “No, no te preocupes, te las llevo a casa así no tienes que venir cada día”.

Ahí estaba él, con sus bóxers, un pitillo, los pelos de recién levantado y la barba del fin de semana, regadera en mano echando agua en las condenadas plantas.

De pronto, ese frío que recorre tu espinazo cuando te sientes observado. Ahí estaba ella: la vecina del segundo, observándole, detenidamente, las manos apoyadas sobre la barandilla, la barbilla sobre el dorso de las manos, cien por cien pura atención divertida.

Era una chica normalita, no muy alta, tal vez un poco baja para una chica. Ni muy gorda, ni muy delgada, con formas femeninas. Sus facciones estaban también en la media. Si acaso destacara algo, seguramente se quedaría con sus labios. Tenía el pelo un poco corto, justo por encima de los hombros, desfilado, y (por lo que había podido observar), lo recogía con unos clips para que no le taparan la cara. No era una belleza, pero tenía un especial atractivo cuyo origen no sabría a ciencia cierta señalar.

Únicamente coinciden al colgar la ropa, en el ascensor a veces, y al recoger la correspondencia. No hablan mucho: “Buenos días, “Buenas tardes”, Buenas noches”, lo típico. Sin embargo ahora está el tema ese de "las miradas", y ahora también el tema de las plantas: “Carai, tienes una jungla en el patio”, le dice ella. “Mi madre que se fue de vacaciones y me ha dejado con el marrón”, responde él.

Así pasan los días.

Poco antes que su madre volviese, fue a su casa a dejarle una nota: “Mamá, que me quedo con las plantas, no me hago al patio vacío ahora”. Al volver, se fue directo al patio. Está contento con la tontería del jardín, y le gusta pescarla in fraganti observándole desde el balcón, aunque no sea muy parlanchina tampoco y pocas veces entable una charla.

Cualquier día, se promete, sube y la invita a un café.
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The way back home (I)

A veces es un consuelo levantar la vista para observar ese cielo azul. No tanto por su belleza (aunque es bello sin lugar a dudas), si no por la sensación de contemplar algo conocido, en aquella lejana ciudad.

Uno no siempre se marcha porque quiere. A veces se muda porque le obligan, o porque así sopló el viento, y cabalgando sobre él cual hoja, acaba depositado en un sitio completamente extraño. Hay que buscarse la vida.

Extraño no es lo mismo que malo. Extraño es simplemente, diferente a ti, a lo que conoces y das por sentado que es. Distinto del entorno en el que creciste, donde te formaste, con costumbres diferentes de las tuyas.

A veces, adaptarse -aunque necesario-, es complicado. Sobre todo cuando el cambio implica hasta un lenguaje nuevo. Es curioso, porque no hace falta hablar otro idioma distinto para estar usando un lenguaje diferente, que te haga sentir perdido.

Sin embargo, y a pesar de todo ello, a pesar del paisaje, a pesar de esa arquitectura tan peculiar, a pesar de la forma de vestir de la gente, a pesar de la cordialidad aséptica, puedes sentirte en casa cada vez que miras al cielo y sabes en lo más profundo de ti, que casa también existe bajo ese mismo azul claro.

Esa certeza te alivia como un bálsamo, haciendo que una oleada de calor templado recorra tu cuerpo invadiéndolo todo. Te arropa como la manta aquella que tenías de pequeño, aquella manta mágica que te alejaba los monstruos de la oscuridad. Así que, cuando miras al cielo, te sientes en paz y reconfortado.

Cierras los ojos, para disfrutar lo más posible esa sensación de calma, mientras acuden a ti un tropel de recuerdos cándidos y felices que atesoras como si se trataran de una cápsula del tiempo. En casa todo permanece intacto como entonces, la gente es amable y sincera, quieren decir exactamente lo que dicen y nada más. Sin embargo aquí, en la ciudad todo es más complicado.

Muchas mañanas, mientras te arreglas frente al espejo y te observas, no te reconoces. La pose, el traje, la mirada. Sabes que has hecho un cambio paulatino y que te has ido adaptando a tu nuevo entorno poco a poco.

El mayor reto, con todo, lo representa salir a la calle. No porque haya un elevado índice de criminalidad, ni por una conducción temeraria, si no por la gente.

Aquí la gente es rara, y parece un tanto fría. Son en extremo corteses y educados, siempre sonríen. Con el paso del tiempo has aprendido que detrás de cada frase hay un segundo significado, y que una sonrisa o un silencio pueden ser más peligrosos que una amenaza.

Ahora, tu vida es una partida perpetua de ajedrez dónde estás planificando un movimiento tras otro. Es realmente agotador, y te cuesta acostumbrarte, pero lo haces. Tanto es así que ya no dices lo que piensas realmente. Dices blanco cuando piensas negro, sonríes cuando quieres llorar, dices que no lo quieres cuando lo anhelas con todo tu alma, muestras indiferencia ante lo que realmente te interesa… Y te preguntas si no te estás volviendo loco.

Es la marca de la manada, la insignia de la ciudad.

Cuando miras al cielo, anhelas aquellos días en que las cosas eran como ese azul inmaculado sin tener que ir adivinando lo que se escondía detrás de cada nube, y tienes la esperanza de que tal vez un días vuelvas a casa, donde no tienes que disfrazarte ni resguardarte entre silencios ni palabras.

7/14/2011

El lienzo

Era un personaje muy inquieto, con unas innatas aptitudes artísticas.

Interiormente era como una tormenta de verano. Quizás ahí se hallaba el secreto de su gran creatividad, tintada de la locura característica de lo que tal vez pudiera haberse considerado en algún momento un genio.

Tan pronto cincelaba una escultura, como modelaba arcilla, esgrimía lápices de colores sobre el papel, como se encerraba a estampar bellos dibujos sobre seda pintando primorosamente a pincel sobre el tejido. Colores cálidos y fríos le embriagaban por igual, según el estado de ánimo. Siempre saltando de obra en obra, persiguiendo esa adictiva sensación de plenitud tras el alumbramiento de una belleza nueva sobre la faz de la tierra.

Era tal esa imperiosa necesidad de sacar al exterior cualquier forma de sentimiento, que hasta la cocina de su casa destilaba pasión, y los platos desfilaban a la mesa como intricadas combinaciones de texturas suaves o crujientes, dispuestas al más llamativo estilo, invocando la gula incluso en el más inapetente comensal.

Cualquier cosa surgida de sus manos era desgarradoramente gloriosa, apabullante hasta el sofoco. Contemplarla era ahogarse en un océano de emociones.

La inspiración venía a él con una facilidad tal que incluso las musas le hubieran envidiado, alcanzándole como el calor que irradia el sol en el más brillante día de verano, cargando las baterías artísticas hasta el punto del colapso. He ahí la premura por drenar la deliciosa maldición que abotagaba sus sentidos.

Esa vez sintió en su interior un arrebato pasional que habría de tomar forma de primorosa pintura sobre un blanco lienzo.

En su cabeza podía evocarlo hasta el más ínfimo detalle: la trama, los colores, la densidad. Su sangre era oleo bullendo efervescente, encandilándose al más puro rojo blanco. Y, con la misma presteza que alguien abrasándose recurre a extinguir un fuego, se dirigió paleta en mano a plasmar su obra, anheloso, sobre la impoluta tela.

Resueltamente se dedicó en cuerpo y alma entregando hasta el postrer aliento día tras día, noche tras noche, sintiéndose a la par libre y realizado con cada trazo. Mas, ¡ay!, aproximándose al clímax hallaría con terror las imperfecciones en su resolución de doblegar el lienzo con su decidido tatuaje.

Tan absorto se encontraba deslizando los pinceles y mezclando tonalidades para transmitir lo que portaba encadenado en su interior, que no había reparado en alejarse a comprobar el resultado, fiándose tan sólo y por completo de la imagen grabada en algún recóndito lugar de su íntimo ser.

Oh, el inconmensurable desamparo de saberse el culpable del destrozo de aquel que pudo ser su mayor logro, del triste lienzo por él condenado a exhibir su obra magna, sin haberse parado a valorar si aquel eran el tamaño o el medio apropiados para transmitir al mundo su ilusión.

Esfumose en un segundo, tal cual vino, la emoción que cual mandato impuso su creativo empeño. Liberado de ella yació vacío y roto, los pinceles abocados a permanecer en algún rincón de ese suelo, manchados por los restos de pintura oleosa que jamás llegarían a presentar toda su esplendorosa hermosura sobre el malogrado lienzo.

7/06/2011

El canto

Era un bonito canto rodado de piedra. Bonito y gris. Pulido. Equilibrado.

Acabó sin saber bien cómo, en lo alto de la cima. Le pareció buena idea tirarse para abajo y disfrutar del paisaje.

Desde arriba no se distinguía a ciencia cierta lo que aguardaba en la ladera. Sin duda, alguna nueva tierra prometida.

Le costó mucho decidirse, la altura era considerable.

Antes de que tuviera tiempo de recapacitarlo, un golpe de aire le empujó hacia abajo.

Envalentonado ante la perspectiva de la emocionante aventura que suponía el nuevo viaje, resueltamente se mantuvo en equilibrio mientras rodaba por la pendiente, cuesta abajo.

No había considerado que conforme avanzaba, su velocidad iba en aumento, y era más difícil mantener una postura apropiada sin volcar sobre un lado, con el riesgo de hacerse muescas en el cuerpo. En u entusiasmo, tampoco había previsto que el suelo estaba lleno de pequeños baches, casi imperceptibles desde la cima, tan cegado estaba con llegar al valle en la ladera.

En algún punto del camino, comenzó a flaquear su fuerza de voluntad, y empezó a valorar si lo que habría allá abajo valía bien todo ese esfuerzo, el empeño, las marcas y su cordura. Pero no tenía tiempo de frenar, porque eso supondría llegados a este punto, destrozarse entre las rocas.

Se sintió desorientado y furioso. Tal vez asustado, pero sin duda alguna: estúpido. Se maldijo en silencio.

A medio camino, podía empezar a distinguir la ladera. Lo que desde arriba parecía tan atractivo, ahora se le antojaban matojos de verde. Decidió que no valía la pena.

Tan absorto estaba valorando lo que se perfilaba abajo que, sin darse cuenta, tropezó con los guijarros precipitándose sin control hasta el suelo, donde se quebró en pedazos.

Sus pedazos se mezclaron con otro trozos de piedras, tal vez antiguamente cantos que se sintieron como él, atraídos por el atractivo valle.


Irónicamente, le dio tiempo de un último pensamiento antes de perderse para siempre.



No valía la pena tanto golpe, por estar sobre la arenilla, al amparo de unos tristes y resecos matorrales.

Where is your mind?

La mayoría de cosas importantes, pasan por casualidad. O quizás las recuerdas más por el simple hecho de haber sido fortuitas.

Cuando lo pienso, me doy cuenta de que hace año y medio que entré en la era de los teléfonos con internet incorporada y los treinta millones de aplicaciones, de las cuales –siendo sincera- uso una micronésima parte, si acaso llega.

Mirando atrás recuerdo que mi mayor preocupación antes de adquirirlo era si afectaría a mi tiempo de lectura diario. Hoy por hoy puedo decir que no, y que además, curiosamente, ha hecho de mi experiencia de lectura una experiencia de “lectura aumentada” (es que está muy de moda esto de “lo que sea” aumentado). Digo esto porque por lo menos en tres ocasiones, que yo recuerde claramente, disponer de internet al alcance de mi mano me ha hecho disfrutar más del libro que estuviera leyendo en el momento.

La primera vez, y con ello me di cuenta, fue con “De qué hablo cuando hablo de correr”, de Haruki Murakami. Recuerdo que estaba leyendo cómo él explicaba que cuando salía a correr por las mañanas, escuchaba un grupo de música concreto, y me quedé pensando cómo sonarían… Hasta que me di cuenta que tenía el iPhone en la mano y el Spotify instalado, y me pregunté… Tal vez haya alguna canción de ellos. No sólo había “alguna” si no que estaba “la” canción. Entonces, sorprendentemente, me di cuenta de que estaba escuchando la misma música que hace años escuchaba él mientras corría, en el preciso momento que sentía la curiosidad.

La segunda vez, fue leyendo “Sinuhé el egipcio”, de Mika Waltari. Tener internet a mano mientras leía, me ayudó a comprender mejor muchos conceptos, y rellenar boquetes en mis conocimientos históricos, que me ayudaron a disfrutar más.

La tercera vez fue el momento en que, yendo en el tren a primera hora, me di cuenta que si veía a alguien leer algo muy interesado, viendo solo el nombre del autor, o el título del libro, podía googlearlo y saber de qué iba, y valorar si me iba a parecer a mí tan interesante o no.

Ayer por la mañana iba intentando meterme de nuevo en los libros de Steven Eriksson, cuando justo frente a mí había un hombre leyendo un ejemplar formato bolsillo, de tapas color completamente negro, en la que se leía: “No logo”. No leí bien el nombre del autor, pero bueno, el subconsciente es maravilloso, porque captó “Klein” sin que yo recordara haber leído el nombre del escritor. Lo sé porque pensé en la marca de moda.

“No logo” es un libro que trata de cómo las marcas nos influyen hoy en día, y después de leer la sinopsis, me pareció lo suficientemente interesante como para ir a Fnac a buscarlo. Sin embargo, cuando llegué, sólo quedaba un ejemplar de bolsillo, hecho polvo. Mientras me disponía a encargar uno, me dice Josep Maria: “¿Por qué no coges este? Es el más famoso de esta autora”. Y así acabé con “La doctrina del shock”, de Naomi Klein en la mano.

Un poco de realidad nunca está de más. Sin embargo en ese libro hay un “mucho” de realidad. Trata sobre cómo tras un acontecimiento imprevisto, que se puede calificar de shock para la sociedad, los gobiernos aprovechan para hacerse con el control de la situación y aplicar medidas de “apoyo”, “contención” y “resolución”; imponiendo medidas que en otro momento la sociedad habría puesto en el cielo, con el simple hecho de mencionarlas.

Viene a decir: una crisis es un comodín para que un gobierno haga todo lo que quiera, en pro de salir de las dificultades, sacando el máximo beneficio posible de la situación. Habla en concreto de todas las políticas y el cambio a nivel mundial tras momentos como el 11S o el 11M. Pero no hay que ir tan atrás en el tiempo, basta con plantarse en 2008 con esta última crisis económica y ver lo que ha venido aconteciendo desde entonces. Me sorprendió mucho la forma de empezar, con una entrevista a una víctima de experimentos son electroshock en el Canadá de los años 50, para intentar doblegar la personalidad del “paciente” y modificar toda su conducta y personalidad. Parece un punto curioso de partida, pero tiene mucho sentido.

Con todo, pienso, no hace falta caer en algo tan elaborado como esos experimentos para darse cuenta de la manipulación diaria, y recordar cuán cierta es la frase “Pienso, luego estorbo”. Por cierto, que cuando leí esa frase en la foto del 15M, recordé el logo de las Galerías Vinçon: “Compro, luego existo”. Representan muy bien a la sociedad: la minoría, y la mayoría.

Ayer, mientras leía las primeras páginas de “La doctrina del shock”, no salía de mi asombro, porque en cierta manera es curioso que un libro así se publique, y sea un best-seller. Digo que no salgo de mi asombro porque es tan crítico que uno se plantea cómo ha llegado a nacer un libro así (cómo tantos otros). Supongo que aún gozamos de una cierta libertad de expresión, aunque mi temor sea que en el futuro las cosas no vayan por esos derroteros.

Es triste que en un momento de máximo esplendor a nivel de comunicaciones, con pleno auge de internet, los gobiernos estén más preocupados por controlar los flujos de información y poner trabanquetas a sus ciudadanos, sobre qué dicen, cómo y dónde, y la información que comparten, en vez de valorar el boom educativo y social que ello supone. Dónde muchos vemos oportunidades, ellos solo ven amenazas. Me pongo a pensar “V de Vendetta”, con su mítica frase “El pueblo no debería temer a sus gobernantes, son los gobernantes los que deberían de temer al pueblo”. Tal vez es un miedo recíproco: el del pueblo a la opresión, y el del Gobierno a perder el control.

Imagino que en el fondo, un estado no se siente muy amenazado por un libro como este, ni por las filtraciones de Wikileaks, por dos cosas bien sencillas: el ser humano tiene más memoria flash que RAM, y hay (lamentablemente) mucho analfabetismo en pleno siglo XXI.

Que el ser humano tiene memoria flash, es una realidad. Y mal comparando, un disco duro bastante amplio, lleno de spam y troyanos.

Intentaría retroceder de memoria varios años para buscar ejemplos, pero yo tengo una pésima memoria también, así que me voy a conformar con algunas cosas sueltas. Por ejemplo, después de la quiebra de Lehman Brothers, y el estallido de la actual crisis económica, estas son algunos de los hechos remarcables que bombardearon las noticias.

En 2009, apareció esa cepa de gripe tan virulenta que se suponía iba a exterminar a la raza humana, la famosa “Gripe A”.

Para combatirla, se gastaron incontables millones de euros en medicinas, vacunas, jabones especiales, soluciones desinfectantes… de las cuales yo todavía tengo stock aun en a oficina, a julio de 2011. No conozco a nadie que haya padecido la tan pavorosa Gripe A. Mis amigos no conocen a nadie que la haya padecido. Y no será porque todos teníamos productos desinfectantes en casa y en el bolso.

Lo más gracioso del tema, es que en la oficina pegaron un cartel que ponía: “Si cree que ha estado en contacto con el virus, desinféctese siguiendo las instrucciones”. Y todos nos preguntamos… ¿Cómo vamos a saberlo? Uno no se pone azul si tiene la gripe. Yo solo usé una vez el jabón especial, para probar cómo era. No me vacunaron contra la gripe, y no me he muerto.

Pero la gente ya no recuerda todo ese tema, y Fue hace un año y medio escaso, ni el gasto que representó. Ni se acordarán hasta la próxima.

Este año, lamentablemente, tuvo lugar una de las catástrofes más importantes de lo que llevamos de siglo, con las centrales nucleares de Fukushima como actores principales. Habrá que esperar muchos años para conocer las verdaderas consecuencias, porque es de ilusos pensar que no va a afectar en casi nada. La primera consecuencia que se le viene a uno a la cabeza, es en cuanto al terreno, las plantaciones, el aire, el ganado… Sin embargo, no olvido que aparte de las toneladas de ruinas, viaja por mar toda el agua contaminada con radiación, afectando al ecosistema marino. No estoy muy segura si debe ser la mejor idea del mundo comer pescado sacado con las redes por allí.

Lamentablemente, también, la radioactividad no tiene hoy por hoy, antídoto. Así que los estragos que se produzcan a raíz de toda esa fuga, estarán en los genes de no pocas generaciones.

Hace como aquel que dice, cuatro días, saltaba a los medios de comunicación la temible crisis del pepino contaminado por la E Coli. La verdad, me parece absurdo todo el bombo y platillo del tema. No digo que no haya que darle importancia, pero, ¿tanta? Porque a fin de cuentas, hablamos de un organismo que una vez conocido el caso, al cocinar el vegetal o lavarlo en una solución con un poco de lejía, muere. Se trata de tener precaución durante un tiempo.

A ojos de los medios, durante unos cuantos días, bombardearon la sociedad con pepinos, como si fuera el fin del mundo; mientras que algo mucho más relevante como las consecuencias de Fukushima permanecen en stand by, como rezando para que nadie se acuerde. Después de meses de aparecer en los medios, ¿Quién recuerda Wikileaks? ¿Quién se pregunta qué le pasará a Assange?

Mi conclusión lógica es, bombardea al prójimo de noticias estúpidas, y quítales de en medio preocupaciones verdaderamente trascendentes (es la de cualquier persona que tenga dos dedos de frente). Llénales la cabeza de fútbol y telenovelas y programas basura. Quita las grandes cadenas de información como CNN+, por un nuevo “canal Cosmo a la española”.

La mente, en general, está contaminada. Es penoso darse cuenta en qué forma inventos como la televisión sirven únicamente para promover los lavados cerebrales. No hace falta irse a un extremo como un electroshock. Es más paulatino e inocuo, pero ataca desde niños.

Me gustaría hablar de los dibujos animados. Cuando yo era pequeña, los dibujos animados, contaban historias congruentes. Los personajes eran agradables, el dibujo era elaborado y los colores agradables. Como dijo Inés hace unos días, los dibujos animados presentaban modelos a seguir, eran los héroes que emulábamos de pequeños. Jugábamos a ser Superman, o Batman, o Wonder Woman, a ser Spiderman. A ser Son Goku, si me apuras. No me imagino a ningún niño jugando a ser Bob Esponja.

Los dibujos animados siguen presentando “modelos”, pero erróneos. De personajes que son fracasados sociales, histriónicos, histéricos, que no se valen por sí mismos. Son más dados a esto los dibujos animados americanos, que los japoneses, yo creo. Por ejemplo, pensemos en “Bob Esponja”, “Vaca y Pollo”, ese tipo de cosas. Los programas como “Los Teletubbies”, que trataban a los niños de subnormales profundos, a años luz del educativo “Barrio Sésamo”. Si tuviera un hijo, y me dieran a elegir, no sé qué preferiría. Si que viera “Bob Esponja” o “Pokemon”. Al los personajes de “Pokemon” son más racionales.

Los nuevos héroes son los concursantes del reality show de turno. En un mundo así, dónde los niños aprenden de sus padres que eso es lo normal, y que todos saben quién es Belen Esteban, pero no tienen ni idea de quién es Stephen Hawkins, ¿qué puede esperarse? Llevando el pasotismo en lo más profundo del alma, sin curiosidad, sin inquietudes culturales, sin un respeto siquiera por lo más básico de la comunicación: el lenguaje, ¿a quien le importa que se escriban libros como los de Naomi Klein, si a fin de cuentas, casi nadie los va a leer?

¿Si la mayoría es incapaz de pensar, por qué va a estar un Gobierno preocupado?